lunes, 17 de octubre de 2011

El tráfico y su puñetera madre I

Me dice mi santa esposa que se nos acaba la leche. Somos cuatro en casa, y mis hijos parecen terneros en pleno proceso de crecimiento, así que no basta con ir al súper del barrio y traerte dos cartones. Hay que ir al Tercadona y comprar varios pack-ahorro y, ya de paso, una lista de comestibles y artículos de limpieza interminable. Bueno, pues nada, mañana cojo el coche, me acerco en un momento y me lo traigo todo. Me voy prontito, sobre las nueve, que hay menos gente, y con un poco de suerte en una hora lo tengo solucionado y me puedo dedicar a escribir sandeces en el blog.

Bajo silbando la escalera. Hace un día primaveral y me siento un verdadero “primaveras”. Salgo a la calle, camino siete manzanas y media para encontrar mi coche y, como diría Segismundo “¡Oh, mísero de mí, oh infelice!”, un Seat León en doble fila me impide salir. Miro a un lado y otro de la calle. Y en el desierto de Kalahari hay más gente que aquí. Bueno, será cosa de cinco minutos. Me siento, pongo un cassette del Fary para relajarme y me concentro en pensar que el dueño va a aparecer.

Después de la discografía completa de tan insigne cantante, y ya con los nervios levemente destemplados, me decido a hacer sonar el claxon. El único resultado es la retahíla de insultos que me dedica un señor obeso entrado en años que se ha asomado en batín a la ventana del primero. Creo que le he despertado.

Veinte minutos después sale un chico joven, vaqueros, mandíbula cuadrada, barba de dos días, calzado deportivo…Me pide disculpas.

- Perdona hombre, es que anoche ligué y me estaba despidiendo.

El recuerdo de la apasionada juventud hace que se disipe mi enfado. ¿Quién no ha perdido la noción del tiempo en brazos de una hermosa mujer?

- Nada, nada, si no tengo prisa…

El chaval se da la vuelta para despedirse y yo levanto la mirada, que el morbo es el morbo. El viejo gordo en batín que se estaba acordando de mis muertos hace unos minutos se asoma a la ventana, le arroja una rosa y grita:

- Adiós, Adonis.

Me quedo pensando en si debo arrearle un guantazo morrocotudo al Adonis, al carcamal o a los dos. Pero en lo que dudo, el guayabo se ha subido en el Seat León y arranca haciendo ruedas, arrojándome de paso a los ojos toda la polvorilla.

Me siento en el coche. He perdido casi una hora. Pero la puedo recuperar. Si me meto por la calle estrecha y salgo directo a la glorieta, M-30 y al Terca.

Entro en la calle y frenazo en seco. Un Nissan espera a que se abra la puerta automática de un garaje. El mecanismo de apertura ha sido diseñado por un perezoso amazónico con graves problemas de reumatismo y la puerta parece la de los castillos de “El Señor de los Anillos”, que hacen falta doscientos para moverla. Me corto las uñas mientras espero. Cuando ya solo me queda la del dedo gordo del pié izquierdo, la maldita cancela termina el recorrido. Pongo primera. La conductora del Nissan se azora y se le cala el coche. Y la puerta se cierra a la misma velocidad, pero sin dar tiempo a que la interfecta llegué a meter siquiera un ápice del morro del turismo. Vuelta a empezar. Para cuando la vía queda expedita me he depilado el entrecejo, retocado los padrastros y completado el sudoku del periódico. Se me han ido otros veinte minutitos. Arranco.

Veo la calle libre, pero, maldición, por la transversal se incorpora delante un vehículo de autoescuela. Y el piloto debe ser la primera vez en su vida que se sube a un coche. Tres cuartos de hora para cincuenta metros, y unos treinta frenazos bruscos. Acabo el tramo más tenso que la goma del tanga de Falete. Como nada es para siempre, gracias a Dios, quince minutos después se desvía en la siguiente a la izquierda, no sin dejar paso a un Ford Focus que sale por prohibida. Ánimo, que ya te queda menos, Diógenes, me digo.

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La siguiente la pago yo por Rick, Diógenes de Sinope y Albert se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.