jueves, 24 de noviembre de 2011

La noche en que murió Freddie Mercury


Como un ritual, sequé despacio mi cuerpo hasta no dejar ni una gota de agua. Fui generoso con el tiempo dedicado a elegir la ropa, aunque rácano para comprobar el efecto que causaba en mí. El espejo me devolvía una imagen bien compuesta de mi aspecto, pero no era capaz de desprenderme de una incómoda pesadumbre.
Mientras el taxi me llevaba, trataba de concentrarme en que iba a verme con Luna después de casi cuatro semanas. Fui rememorando algunos de los momentos más felices que habíamos pasado juntos, los mejores besos, risas o abrazos. Después de siete años de vida en común nos habíamos acostumbrado a estar separados durante períodos prolongados, debido a su trabajo, pero los reencuentros tenían algo de emoción y también de incógnita. Siempre hacía el ejercicio de invocar los recuerdos, para tenerlos todos muy cerca en el momento de volverla a ver. Pero ese día los recuerdos venían impregnados de melancolía, pues entre ellos se colaba el eco de nuestra última y abrupta despedida.
Nos habíamos citado a las siete y media en el Bulsara, un bar donde servían unos cócteles magníficos al que hacía tiempo que no íbamos. Luna vendría directamente desde el aeropuerto. Había adelantado su vuelta un día, y yo no había tenido tiempo suficiente para cambiar mi turno, de modo que esa noche tenía que entrar a trabajar en la radio a las tres.
Pedí un Martini seco mientras esperaba su llegada. Apenas tardó diez minutos. Vestía su maravillosa sonrisa de siempre, adornada con un elegante traje rojo. Pidió lo mismo que yo. Todo parecía perfecto. La ciudad estaba preciosa, el atardecer cubría los edificios como si hubiese derramado el bote de color arrebol sobre ellos. Los dos estábamos impecables, el ambiente del bar era cálido, y sin embargo percibía un halo de fatalidad en todo aquello.
Pasamos los primeros minutos relatándonos lo vivido en los últimos días, parte de lo que ya nos habíamos contado por teléfono. El tono superficial no cedía, y yo iba notando que la ansiedad se iba enrollando en torno a mí como una serpiente. Ella seguía con la misma aparente naturalidad, era experta en moverse por situaciones fronterizas sin perder jamás el pie.
Por fin se hizo el silencio durante unos instantes.
- Te voy a dejar, Hugo. Lo siento, pero ya lo he decidido.
Me mantuve callado, esperando en vano que ella continuase. Le contesté.
- ¿Ya lo has decidido? ¿Y yo, no tengo nada que decir?
- Claro que tienes que decir, pero eso no cambiará mi intención. No es una cosa que se me acabe de ocurrir. Ya está muy madurado.
- Pues a lo mejor me tenías que avisado un poco antes, por si podíamos poner remedio. Así no me dejas alternativa.
Luna habló mucho tiempo, trazando teorías sobre el amor y la pasión. Habíamos vivido febrilmente, nos habíamos amado con desmesura, sin escatimar.
- Todo eso lo hemos vivido, Hugo, pero esto se muere, como todas las cosas, y tampoco hay que sentir tanta pena, porque hemos exprimido el amor hasta el final.
Yo sólo acerté a balbucear algunos tópicos sobre tirar por la borda el tiempo que llevábamos juntos o segundas oportunidades, pero fue como intentar detener un tren con las manos.
- Mira – me dijo -, el amor es como esta copa de Martini, al principio es ancha y aunque bebas mucho parece que no se va a terminar, y te atraviesa la garganta como si fuera fuego. Pero poco a poco, nos vamos acostumbrando a su gusto, y la copa se va estrechando, hasta que se acaba.
Yo miraba hacia la mesa, incapaz de levantar la vista de ella.
- Nuestra copa se está terminando, Hugo, ya está casi vacía y no se puede llenar otra vez, así que no le des más vueltas. Eso sí, nos queda un último sorbo, y de ti depende que nos sepa dulce o amargo.
Levanté la cabeza con ademán inquisitivo, sin saber muy bien qué quería decir.
- Vayamos a casa. Vamos a hacer el amor por última vez, pero sin tristeza, como si fuese la primera. ¿Qué mejor manera de decirnos adiós?
- Por favor, no me vengas con sarcasmos.
- No te hagas la víctima, no te lo propongo de broma. Ya te digo que la decisión está tomada, me voy a ir de todos modos, pero me gustaría que al menos nos quedase un buen recuerdo de la despedida.
Permanecí callado unos minutos, tratando de reunir la fuerza para tomar alguna actitud, la que fuese. Miré alrededor, a la gente, que ajena a mi naufragio, bebía, charlaba o se divertía. Pensé en que mi drama era aún mayor porque no pasaría nada después de él. Igual que cuando alguien se marcha o se muere, el impacto apenas duraría un momento, y la vida seguiría para todos.
Así, la autocompasión trajo de la mano al peor de los compañeros, el despecho. Ante lo inevitable, renuncié a un postrero episodio de placer con la mujer a la que todavía amaba, por disfrutar de una pose de digno y estúpido orgullo, y de ese modo elegí un frío adiós.

Aquella noche di por la radio la noticia de la muerte de Freddie Mercury con lágrimas en los ojos, aunque no sabía si en realidad eran por él o por mí. Y nunca le olvidaré, porque mientras él agotaba su vida yo perdía parte de la mía como el que se deja agua en el vaso sintiendo aún sed. Vivir hasta el fin, apurar las copas, era algo que sólo les estaba reservado a personas como Luna, o como Freddie. Y maldije el fatalismo que tanto me pesaba, que me impedía hacer otra cosa que no fuera rebozarme en la amargura.

2 comentarios:

  1. La pena es que nunca llegas a lo más hondo de la copa de Martini, ni con la lengua, y es la última gota la que mejor sabe.

    Freddie es muy añorado por todos, más que alguno de los amores de juventud, porque éramos jóvenes, ¿no?

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