jueves, 10 de noviembre de 2011

Un día en IKEA (II)


Nada más entrar mi mujer cogió dos bolsas ultra-resistentes con varias asas, que siempre se caen del hombro y que según con qué las cargues se te caen las cosas.
- Son tan útiles – dijo.- Toma, llévala tu -. Y me la pasó inmediatamente.
Después nos llevamos treinta y cinco lápices cortitos, catorce cintas métricas de papel y cuatro papelitos para apuntar perfectamente todas las estupideces que teníamos que recoger a la salida.
Empezamos la visita por la jaula de los monos, digo, por la sección de salones. Mientras mi mujer iba hablando sola de lo prácticas que eran las estanterías BILLY (¿quién no tiene una estantería BILLY en su casa?) y lo bonito que era el acabado en chapa de haya, mis hijos iban pegando saltos de sofá en sofá mientras yo no sabía si perseguirles y regañarles o perderme ya.
Después vinieron los comedores.
- Tendríamos que cambiar el nuestro, que tiene más años que la Puerta de Alcalá. Y lo mejor es que lo podemos montar nosotros mismos y sale más barato.
¿Nosotros?, pensé. Eso quería decir que me podría pasar un fin de semana entero apretando tornillitos, y volviéndolos aflojar, cuando me diese cuenta de que había montado al revés varias tablas. Preferí no pensar más en ello porque ya me estaba mareando.
En las cocinas esperamos veinticinco minutos a que un simpático dependiente nos atendiera para preguntar si las encimeras eran antibacterianas, antibióticas y antidepresivas.
Y en los dormitorios esperamos otros veinte minutos para que una amable dependienta nos resolviese la tremenda duda de si en la medida especial de los colchones encajarían las sábanas bajeras ajustables de 1,50. A esas alturas, una de las bolsas ya estaba ocupada por unas cajas redondas ALAMIERD monísimas y muy muy útiles, y por cinco hormas para zapatos que estaban casi regaladas.
Entonces al niño se le ocurrió meterse por uno de los atajos (a veces pienso que son trampas), y desapareció de nuestra vista; cuando se dio cuenta mi mujer, comenzó a llamarle, cada vez más alto, y luego iba intercalando su nombre con expresiones como “es que no estás pendiente”, “no te importa nada”, y otras típicas.
- Tranquila, andará por aquí cerca – se me ocurrió decirle.
Fue como si le hubiera puesto banderillas de fuego.
- ¡Tranquila, dice! ¡¿Y si le han secuestrado?! ¡¿Y si le ha pasado algo?! ¡Vete ahora mismo a avisar a seguridad para que le busquen! ¡Ya!
De nada me hubiera servido hacer otra cosa, así que bajo la mirada de los parroquianos que se nos habían quedado mirando ante el escándalo, me alejé un poco. Allí no había ni seguridad ni falta que hacía; empecé a dar vueltas de forma errática, hasta que por el atajo apareció el nene, todo sonriente.
- Papá, estaba en los juguetes, qué chulos son.
Pensé en regañarle, pero me acordé de mí mismo y le di un pescozón cariñoso, y regresamos. A mi mujer parecía que se le había olvidado que el niño podía haber sido devorado por un sillón carnívoro o algo peor, porque estaba tan tranquila abriendo y cerrando armarios.
- Ah, ya estáis aquí -. Le dio un beso al niño, a mí me miró con indiferencia y siguió.
La visita continuó por los mismos derroteros, y las bolsas iban recibiendo artículos imprescindibles, como tres manoplas de cocina PRINGØSS (ya teníamos pero eran muy monas, de colores), un estor japonés GARGAJ (ya teníamos, pero no pegaba con el edredón de la niña), un exprimidor de ajos JÖPUTT (ya teníamos y yo no lo sabía, pero era muy feo), un cuchillero PLAKSTA (ya teníamos, pero estaba pasado de moda), diez paquetes de servilletas de papel MUGGRE (ya teníamos muchas, pero éstas eran más alegres) y un cortahuevos AYAYAYAY (no teníamos, no sé cómo habíamos podido vivir sin él hasta entonces).
Ya no cabía en la bolsa ni un lápiz enano de esos.
- Cariño, vas a tener que ir a por un carro, porque todavía nos faltan muchas cosas.
Y como si fuera a pasar tres semanas a la montaña, cargado como un jumento, me fui a buscar un carro. Lógicamente estábamos en el punto más alejado de los carros, de modo que me quedaba un largo camino; mientras iba hacia allá pensaba en que las lámparas debían estar al final de toda la tienda. Y extendí mis maldiciones a Björn Borg y al inventor de aquel campo de tortura.

(Continuará)

Capítulo primero: Un dia en IKEA (I)

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