jueves, 12 de enero de 2012

Las puertas del cielo


Nos conocimos en uno de esos racimos de tiempo que los aeropuertos te roban sin pedirte permiso, mientras pensamos que, a pesar de la espera repetida tantas veces, los aviones son los medios de transporte más cómodos y veloces. Yo aguardaba con sumisión a que los pulcros empleados de las líneas aéreas me otorgasen, a modo de San Pedros, la gracia de abrirme las puertas de ese cielo de clase turista con destino a Milán, donde me esperaba, tal y como lo dejé antes de las vacaciones navideñas, mi asiento en la compañía de seguros donde trabajaba. Un periódico y un libro de cuentos habían sucumbido a la demora en el embarque, y permanecía quieto viendo las caras de la gente, adivinando las protestas proferidas que el cuarteto de cuerda de mi reproductor de música me impedía oír. La paciencia se iba consumiendo como el oxígeno en una campana de cristal, cuando percibí una ligera presión sobre mi hombro derecho; miré al frente y me contemplé reflejado en una ventana, recostada sobre mí la cabeza de una chica. Al primer impulso no consumado de moverme siguió otro de quedarme quieto, para no perturbar el agotamiento de mi hasta aquel momento ignorada compañera de asiento. Transcurridos unos minutos, sin apenas dar atisbos de vigilia, se acomodó rodeándome con su brazo izquierdo por la cintura, y el derecho por mi incipiente barriga, en una postura que también a mí me resultaba cómoda. Así me rendí también yo al cansancio y al sueño, y sin decidirlo dejé reposar mi cabeza sobre la suya, mi mano sobre su mano. Lo siguiente que noté fue un ligero sobresalto que me sustrajo del letargo, y un lento despertar, como si hubiera estado durmiendo en la cama de un confortable hotel; el cuarteto de cuerda debía haber finalizado su actuación, y el panorama no había variado nada.
No hablamos ni mucho ni poco, lo suficiente para ponerle al corriente de mi insulsa situación, y para enterarme de que la cabeza pertenecía a Geena, que esperaba para subir, por la puerta de embarque contigua a la mía, al avión que la llevaría a Londres. Le ofrecí una bebida con sabor a café de la máquina que había en la esquina al final del pasillo, y aceptó con una sonrisa soñolienta. Era menuda, aunque casi de mi estatura, el pelo trigueño le caía ondulado en una corta melena, y la piel de su rostro era pálida, haciendo juego con los ojos muy claros y los labios finos. Intercambiamos algunas palabras sobre la situación de espera compartida, y bebimos sin premura el café. Después de tirar los vasos desechables, nos quedamos allí, viendo de lejos cómo las puertas aún se nos negaban, los presuntos viajeros cada vez más sublevados. Ella me pidió, con cierta vergüenza mientras bajaba los ojos, que le diera la mano para sentirse algo más acompañada en aquella espera. Tomé su mano, pero no pude soportar la ternura que me inspiraba, y con la otra, la atraje hacia mí hasta abrazarla; no rechazó mi abrazo, sino que soltó mi mano y me rodeó, estrechándome con fuerza. Entonces, insólita por lo agazapada que había estado, se desencadenó con violencia una ola de ardor incontenible que hizo que nuestras bocas se encontraran con impetuosidad. Al abrazarnos con más fuerza hallamos súbitamente las formas de nuestros cuerpos, y con la cercanía, las manos empezaron a buscar de forma frenética dónde agarrarse. Los labios y las lenguas clamaban por más sabores, y recorríamos cualquier resquicio de piel descubierta, mientras el ansia de descargar todo ese deseo se hacía más irrefrenable.
Pero el cielo, tan perfecto y aburrido, nunca fue propicio para esa clase de arrebatos, y ni siquiera ese cielo de paso se hizo cómplice; la megafonía llevaba ya varios minutos anunciando la partida de nuestros vuelos, y cuando nos dimos cuenta sólo quedaban unas pocas personas por embarcar. En los fugaces instantes que nos quedaron antes de desaparecer, incrédulos aún, cada uno por nuestra puerta, apenas tuvimos tiempo de recomponer las ropas y de jurarnos el reencuentro en el mismo sitio seis meses después, para cerrar la herida que se estaba abriendo con la misma fuerza implacable que se había desatado la pasión unos minutos antes. No hubo teléfonos ni direcciones, nada más que una apresurada promesa.
Ni un solo día he dejado de soñarla, de sentir el calor que despedía su cuerpo, y ahora, espero con ansiedad que este otro avión que me devuelve al lugar donde nos citamos, me expulse de los cielos para poder arder con ella en los fuegos del infierno.

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