lunes, 17 de septiembre de 2012

La rubia de Vigo (III)

Pasan otros tres días sin que vea a la rubia. Empiezo a pensar que todo ha sido una casualidad y que la chica, al coincidir conmigo varias veces, ha decidido hacerme una broma. El trabajo en la factoría evoluciona muy favorablemente. Los dos técnicos de la propia empresa que colaboran conmigo trabajan muy bien y conocen perfectamente sus tareas. Hemos avanzado mucho, ...así que terminamos pronto hoy, y me apetece irme a la playa y darme un baño. Me recomiendan la playa de Samil y allá que me voy.

Son las seis y la playa está razonablemente despejada. Extiendo mi toalla y me tumbo a tomar el sol. Me dejo mecer por una dulce modorra cuando, de repente, un vendaval de arena me cae encima. Me incorporo y, por Dios, es la rubia con un diminuto bikini rosa, corriendo hacía el agua. Gira la cabeza, se ríe y sigue corriendo. Tardo unos segundos en reaccionar.

Para cuando quiero empezar a correr detrás de ella, ya se ha lanzado de cabeza al agua. Voy tras ella sin dudarlo. No dejaré de mencionar que el agua del Atlántico tiene una temperatura que reduce al mínimo lo mejor de cada hombre, y que si en esa zambullida no sufrí un infarto, no creo que vaya a morir nunca de una afección cardiaca.

Entre el frío, que no estoy en mi mejor estado de forma y que soy más de secano que los garbanzos, la pretensión de alcanzar a la rubia, que nadaba como una sirena, era una quimera. Me hizo describir un círculo completo alrededor de la playa y salió del agua por el lado contrario. Se volvió, yo creo que para cerciorarse de que no me había ahogado, se rió y desapareció entre los bañistas, mientras yo llegaba a duras penas a la orilla. Tardé quince minutos en recuperar un nivel normal de pulsaciones. Recogí la toalla y me fui, desconcertado, para el hotel.


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