lunes, 11 de marzo de 2013

El Dr. Coyote y la industria farmacéutica



Hacía tiempo que me pasaba por la consulta del Dr. Coyote. Eso no quiere decir que mi salud fuera especialmente buena. En 3 meses había encadenado 7 resfriados, cada uno con sus síntomas, uno con tos recalcitrante, otro con mocos de colores indescifrables que me hacían frente, varios con sus decimillas de fiebre, e incluso uno con un episodio de caspa brava. Además mi ritmo intestinal, más que ritmo venía siendo un tango intestinal, por lo dramático y lo desigual. Me había roto una muela al confundir con una onza de chocolate un taco de madera que se dejó el persianista, el juanete parecía ya un séptimo dedo (para quien no lo sepa, tengo seis) y tenía un sarpullido en la nalga derecha refractario a cremas y cataplasmas. Y lo de siempre lo seguía sufriendo en silencio.
Pero aunque hubiera ido a visitarle no le hubiera encontrado. El Dr. Coyote colaboraba a menudo con la justicia, en casos relacionados con las drogas de abuso; su colaboración consistía por lo general en cumplir condena en algún presidio de la zona cuando le trincaban. Ya le conocían en casi todos, y de todos era sabido que controlaba los mejores camellos del país. Por eso, cuando había alguna sentencia y se sabía que iba a ingresar, desde la penitenciaría en cuestión recibía decenas de encargos para que aprovisionase debidamente a reos y vigilantes, e incluso algunas veces al propio alcaide.
Una mañana sonó mi teléfono. No esperaba llamadas y no identifiqué el número, porque veo menos que los leones de las cortes y mi móvil es de última generación; pero de la última generación de los faraones. Un poco vetusto, vamos.
- ¿Dígame?
- Buenas tardes, le llamo del penal de Eurovegas-1, tiene una comunicación con un recluso.
No me dio ni tiempo a preguntar nada, y entonces oí otra voz.
- Hola, soy Bernardo Coyote.
- ¿Dr. Coyote?
- ¿Qué tal, hombre, cómo está usted? ¿Cómo van esas hemorroides?
- Pues bien, gracias, muy hermosotas. ¿Se encuentra bien, Dr.?
- Sí, sí, todo bien, estoy aquí haciendo un estudio científico en esta noble institución. Mire, tengo que pedirle un pequeño favor.
- Usted dirá.
- Verá, necesito un tratamiento para un paciente que tengo aquí. El laboratorio proveedor lo iba a dejar en mi consulta en estos días, pero yo no puedo abandonar ahora este lugar, y necesitaría que me lo trajese, para mi paciente es vital, es una terapia personalizada.
- Pero…
- Es muy fácil, mi proveedor se lo lleva a su casa y usted me lo trae cuanto antes.
- ¿Y no puede llevárselo directamente el proveedor, Dr.?
- Esto…, es que es muy sensible, y no le gusta visitar estos lugares, tan llenos de dramas humanos, usted ya me entiende.
- Bueno, está bien – le dije-, pues que venga cuando quiera.
- De hecho debe estar al llegar a su domicilio, porque ya di por hecho que no podría negarme esta sencilla ayuda.
En ese momento me sorprendió el timbre.
- Ah, lo he oído – dijo el Dr. a través del teléfono-, debe ser él. Usted recoja la mercancía, digo el tratamiento, y ya está. No es preciso que hable mucho con él. Y sobre todo, no le deje pasar al interior de su piso, y no le dé la espalda en ningún momento.
- De acuerdo – repuse-. Cuando lo tenga le llamo.
- No se moleste, no podrán pasarme la llamada, estaré muy ocupado. Tráigamelo esta misma tarde, en el horario de visitas. Confío en usted. Ah, y que no se lo vea nadie. Son medicamentos muy escasos y pueden despertar la codicia
Colgué el teléfono y fui a la puerta, donde el que fuera seguía desgañitándose con el timbre. Abrí. Para empezar a describir al “proveedor del laboratorio” lo mejor era comenzar por el olor que despedía, un tufo tan nauseabundo que no sospechaba que pudiera existir, al menos en humanos. Estaba delgado como una cerilla y tenía el pelo largo y grasiento; de hecho estaba apoyado en el marco de la puerta y para quitar la mancha que dejó tuve que lijarlo. Su indumentaria no le iba a la zaga, vestía un chándal del Rayo Vallecano cuyo color blanco natural había derivado en un ocre-mugre de lo más original. El tipo me miraba como si fuese un astronauta en medio de la Gran Vía. Me extendió la mano y me dio algo.
- Tenga, p’al Coyote.
- Ah, gracias, se lo llevaré mañana a primera hora.
El andoba no se movía del quicio de la puerta, y yo recordé los consejos del Dr.
- ¿Algo más?
Se endurecieron sus facciones, si es que eso era posible.
- ¿Cómo que algo más? Tendrás que pagarme la mierda esta, ¿no te jode?
- Pero el Dr. no me ha dicho nada.
- Ni doctor ni hostias, joder, o me pagas ahora mismo o me lo vuelvo a llevar. O me lo cobro como pueda.
- Bueno, bueno, tranquilo. ¿Cuánto es?
Le aticé a aquel macarra los 80 euros que me pedía, pensando que había habido alguna confusión y que sin duda no habría entendido las instrucciones del Dr. Se fue escaleras abajo echando algunas blasfemias feroces que nunca había oído antes. No me extrañó que no quisiera ni acercarse al trullo.
El “tratamiento” venía en un frasquito de cristal transparente, tapado con unos algodones y un esparadrapo ennegrecido. Estaba lleno de pastillas de muchos colores, casi todas diferentes. El frasco tenía una pegatina en la que, con muy mala letra y escrito con rotulador, ponía “Metralla”. Lo guardé bien en el bolsillo interior de mi cazadora y me fui pitando a llevárselo al Dr.
Llegué a la cárcel en media hora, y solicité visita con el Dr. Coyote. El guardia me miró con cara de sorna.
- El Dr. coyote, ¿no?, ya, ya. Y no llevará usted algo para mí, ¿no?
Debí quedarme blanco como un inodoro Roca modelo “Princesa”, pero antes de que dijese nada el guardia siguió.
- Es broma, hombre, no me ponga esa cara. Venga por aquí.
Le seguí hasta llegar a una habitación con una mesa y dos sillas, en una de las cuales me senté. A los pocos minutos se abrió la puerta y entró, seguido por otro guardia, el Dr. Coyote. Llevaba un uniforme azul claro, con unos cuantos lamparones; iba algo despeinado, y con los ojos un poco vidriosos y las pupilas dilatadas. Se acercó y me dio un abrazo.
- Qué alegría, hombre, qué amable ha sido. ¿Ha traído eso?
Me quedé mirando al guardia. Entonces el Dr. le dijo:
- Ful, déjanos un momento, por favor. Luego te paso algo - el guardia salió y el Dr. me quiñó un ojo-. Fulgencio es de confianza. Un tío legal. A ver, deme, deme.
Saqué con cuidado el frasquito y se lo entregué.
- Perfecto, perfecto – me dijo-, el “Metralla”, digo, el Sr. Montoya, se va a poner muy contento. ¿Todo bien con el proveedor?
Le conté lo que le había dado.
- Pero, hombre, no tenía que pagarle nada, eso son cosas nuestras. Pues yo no puedo darle el dinero, aquí no tengo nada.
Siguió un rato hablando, hasta que Ful volvió a entrar en la sala.
- ¿Y su adicción a los analgésicos, cómo va? – me preguntó.
Casi no pude ni contestarle.
- Bueno, hala, que me tengo que ir, que estoy muy ocupado. Le veo en mi consulta dentro de poco, llame para pedir cita, pero no antes de 3 meses y un día, ¿eh? Adiós, adiós.
Y desapareció. Me largué de aquel lugar y llegué a casa cansado. Mientras metía la llave en la puerta, pensando en el lingotazo de Soberano que me iba a poner para relajarme, vi junto al felpudo una pastillita roja y azul. Seguramente se le habría caído al proveedor. Con tantas cosas que tengo, para algo me valdrá, pensé. Y vaya si valió; no me quitó ningún dolor, pero el colocón no se me pasó hasta el día siguiente.

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