Sucede cada vez que me resiento en algún
dolor íntimo y esencial, recóndito y secreto.
La primera vez creo recordar, fue cuando
partimos al internado, mis 14 años, los mismos que los del gemelo, conocieron
el sabor del miedo esa tarde nublada en la que el autobús del pueblo nos alejo
de los que más amábamos en una especie de exilio audaz y temerario tan temprano
como involuntario.
Sucedió también cuando mi hermano mayor
dejó la casa paterna por primera vez, éramos pequeños pero aun recuerdo la
amarga congoja que sumía nuestro hogar, ni siquiera imaginábamos entonces
cuando y cuanto sucedería hasta su
regreso.
También se repitió cuando abandonamos
nuestra ciudad natal y sobrevino aquella traumática despedida, Uriel no admitía
la distancia, no aceptaba mi decisión de emigrar y su rudo, casi descomedido
comportamiento no logro evitar que sufriera a la par, su intransigente
desdicha.
Ha ocurrido hace unos meses, cuando rompí
con Sebástian después de aquel tiempo de insuperable pasión, de paseos a la luz
de la luna y meriendas al sol sobre aquel frágil valle verde, humedecido a todas horas por las
inagotables aguas del Rhin.
Sin embargo, debo reconocer que la ocasión
más dolorosa fue la muerte de mi padre, entonces no encontrábamos consuelo,
solo el regreso del hijo pródigo, aquel de la primera partida, confortó nuestra
gran pena.
Así es que siendo despedida o reencuentro,
retorno o partida, desamor, abandono; la repetida historia sobreviene como un
calco emocional que se posa en la pena y calza con precisión y detalle.
Al principio no le dí importancia, pero
luego como una conexión neurológica de inexplicable dependencia, una sinapsis
inconciente del más autónomo de los sistemas, noté la asociación de dolores
entre el gemelo y mi circunstancia.
Y es que cada vez que un suceso
verdaderamente traumático acontece en mi vida; me duele el gemelo, si, el
músculo que repetido y en par abulta mi pantorrilla, pero la derecha; no me
pregunten porque.
Ana María Vittone Chala
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