martes, 5 de noviembre de 2013

El polvorón: enemigo público

La Navidad, ¿qué es la Navidad? El momento de Adviento nos recuerda a nuestro cuñado glotoneando langostinos cocidos “hacendado” cual hiena desmenuzando un incauto ñú, a la vez que suelta por su hocico un intento de chascarrillo más hiriente que ocurrente. Lo peor no es que veas cómo el tragaldabas los desmembra porque mastica con la boca abierta sino que encima hay que dar feedback al elemento en cuestión porque en caso contrario, su hermana no te dejará descubrir los secretos del dormitorio hasta Semana Santa; sí, utilizo la palabra “secretos” porque no puedes pensar que dominas una actividad cuando sólo la practicas un sábado al mes, no nos engañemos.
Ahora trataré el tema de los polvorones. Este compacto alimento estacional, que viene acompañado de emotivos anuncios televisivos sobre emigrantes nacionales y/o desapegados hijos que regresan en busca de comilona gratuita en familia, parece inofensivo cuando se encuentra envuelto a modo de caramelo gigante pero nada es lo que parece y mucho menos en la boca de una persona sexagenaria con diabetes.
Todos hemos ejecutado un movimiento al más puro estilo Matrix cuando nuestra suegra ríe con fervor el absurdo, incoherente e inconexo comentario supuestamente chisposo del indeseable de tu cuñado, a la vez que tritura sin compasión un mantecoso polvorón almendrado con más ansia que el monstruo de las galletas pero con la minuciosidad del doctor House; en ese instante el tiempo se ralentiza y se convierte en una fulminante ametralladora de minúsculos trocitos de almendra; por ello, todos los miembros de la familia sin excepción, torsionan sus espaldas hacia atrás basculando a ambos lados como si fuesen monitores de pilates a fin de reducir la zona de impacto de los improvisados proyectiles comestibles. Sin duda, lo más divertido de la reunión.
Cuando desenvuelves un polvorón no piensas en qué harás con los “paluegos”. Al introducirlo en tu boca notas que se alicatan tus muelas y sientes cómo se va hormigonando tu paladar, lo que provoca que con tu lengua realices el arrullo matutino de una tórtola al intentar persistentemente que no se solidifique. Te rendirás cuando la húmeda deje de deambular libremente, pierdas el gusto y la masa Pangea originada se haya adherido a la dentadura como si fuera “superglue”. El momento más delicado de la intervención es encontrar el momento óptimo para introducir en tus fauces el dedo índice ligeramente flexionado a modo de gancho del Capitán Garfio y hacer palanca con tanta fuerza como si te fueran a quitar la última tele tope de gama del día sin I.V.A del Media Markt, que no eres tonto pero lo vas a parecer. Fuerzas tu elasticidad ocular en gran angular, no observas a nadie mirando y ¡listo! ahora tienes los restos en el dedo.


Roberto Álvarez Izquierdo

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