lunes, 4 de noviembre de 2013

El Simca

Dámaso calienta el motor de su simca y abusa de los acelerones delante de la puerta del instituto. Es cutre su estética y su vestuario, pero hay niñas tontas por doquiera y él se arroga el atractivo inexplicable de lo extemporáneo, de lo incorregible y de lo absurdo. Dámaso es demasiado mayor para estas cosas, pero cree que las niñas tontas suspiran por él.
Trabaja en el taller de su padre y por eso truca los motores y los escapes de los simcas y les consigue algunos caballos más de los que traen de fábrica para exhibirse los sábados en las puertas de la discoteca y los días laborables en el instituto, delante de las niñas tontas.
Todos sus amigos maduraron y tienen hipotecas, suegras que vienen los fines de semana o viven con ellos todo el año, niños mocosos que llevar al parque, fútbol en el bar de la peña los domingos, trabajos sin futuro y coches familiares, con capós espaciosos donde acurrucar el equipaje, que no suenan como el simca, aunque han perdido el afán aventurero y ya es como si nada extraordinario les pudiera pasar en sus monótonas vidas, al contrario que Dámaso.
La tapicería del simca es como de piel de vaca, sintética cien por cien, de pura vaca sintética, tanto que la electricidad muerta campa a sus anchas por ella como en un salón de electroimanes y eriza los vellos nada más sentarse.
Dámaso todavía se pide un lubumba en la barra y los camareros, quince años más jóvenes que Dámaso, se miran entre ellos: ¿alguien sabe lo que es un lubumba?. Se acerca a las niñas tontas y les pregunta, haciéndose el interesante, si estudian o trabajan, y luego las acongoja con piropos que no se sabe si alguna vez funcionaron.
Alguna niña tonta, de vez en cuando todavía, suele darle conversación, más que nada por que la invite a unos chupitos de tequila. Mientras, Dámaso flirtea y desempolva su repertorio de frases hechas, aunque nunca consigue llevárselas al simca y erizarles la piel con la tapicería de vaca. Ellas beben gratis hasta que no pueden disimular más su aburrimiento, o su borrachera, y entonces se buscan algún chaval de su edad y se morrean delante de él para herirle. Entonces Dámaso apura su lubumba de un trago, sin respirar, y la sensación de sentirse traicionado y el ridículo posterior le hacen buscar su simca y lanzarse a tumba abierta por una carretera peligrosa, espoleado por la humillación y por el brandy, en dirección a la sierra. Pero él vive en un bucle temporal y lo olvida todo. Al día siguiente resurge de sus cenizas, cual ave fénix, y vuelve a calentar el motor de su simca y a abusar de los acelerones delante de la puerta del instituto esperando como recompensa el suspiro de las niñas tontas.


Esteban Torres Sagra

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