martes, 19 de noviembre de 2013

Réquiem

El hombre camina por la habitación. En una esquina, el tocadiscos entona el Réquiem de Mozart por octava vez. Sobre el piso yacen una pelota de goma, un portarretratos roto, partituras a medio llenar. El hombre escucha con atención la fúnebre melodía: está convencido del error. Pero también sabe que el genio no perdonará el agravio, su descrédito ante el mundo. El Réquiem persiste y sus oídos hacen un gran esfuerzo por acomodar su percepción, obligarse a sí mismo a gustar la excelencia de aquella pieza, como lo ha hecho toda la Humanidad. Pero es inútil. Las exiguas notas se le antojan una carcajada en la propia cara del muerto. Otra vez vuelve a colocar la aguja en el principio; y luego de secarse el sudor de las manos, se dispone a enmendar el minúsculo desacierto, reescribiendo la partitura. De pronto, tocan a la puerta. Un sobresalto estremece al hombre. Mira al tocadiscos, intentando concentrarse, ignorar la puerta. No quiere abrir, teme a la Máscara, sabe que esa fue la razón por la que el músico fallara. Los toques insisten. Es Mozart quizá, seguro viene a impedir que se descubra su error. No abrirá. Se levanta y sube el volumen del tocadiscos. Pero ahora los golpes resuenan en su cabeza, huecos, estridentes. Estallan. Se cubre los oídos con las manos. La máscara acude, le invade la mente y se detiene frente a él. Lo mira fijo y se le acerca más. Él retrocede hasta arrinconarse de espaldas al aparato. Con un súbito desespero, se voltea, coge el tocadiscos y lo arroja contra la figura. El Réquiem se estrella en la pared. Sin embargo, la imagen persiste. El hombre grita, una, otra vez. Por el largo pasillo, resuenan los pasos de las enfermeras que corren a su celda.


Ketty Margarita Blanco Zaldívar

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