jueves, 9 de enero de 2014

La fuga

Esperé. Insomne, más despierto que nunca. Permití a la noche florecer.
Disipada la luz avancé en silencio, mi plan: huir, a costa de la vida si es preciso.
Hice un paneo ligero. Un aroma enrarecía el aire, ansiedad, puede que miedo. Sabiéndome fuera de la vista del encerrador y sin un carcelero que truncase el camino, recordé lo tantas veces planeado: correría al túnel y de ahí hasta donde el aliento lo permitiese. Me lancé en la más endemoniada de las carreras, salté al túnel y  de allí al intrincado camino circular y corrí con todas las fuerzas bajando la cabeza en un reflejo instintivo, casi aerodinámico,  hasta quedar en la posición de un proyectil. Poseso de  esa furia y ya sin energías, caí extenuado, con la respiración enloquecida. Abrí los ojos. Fue el terror: tras la fuga ocurría lo imposible, la cama, la celda y la cárcel me seguían.
Aterrado me levanté, presa de indecibles temores, corrí, nuevamente. Sucumbí de nuevo, no daba crédito a mis ojos: sin importar cuánto corriese, cama, celda y encierro me seguían.
Confuso, desesperado, me di a la fuga una y otra vez, a lo largo de la noche. Caí, rendido, agotado. Agonizante no abrí los ojos para no ver (cama, celda y encierro seguían allí).
Una luz, todopoderosa, se encendió iluminándolo todo. Corrí de nuevo. Se oyó potente la monstruosa voz del encerrador:
“Amor, ven a ver: la ardilla ya descubrió para qué sirve la ruedita”.


Carlos Gato Martínez

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