martes, 4 de marzo de 2014

El efecto Dominó

Llegué a la oficina de correos temprano por la mañana. Delante de mí había un solo hombre. El individuo quería setecientos sellos, ni más ni menos. ¿Quién necesita setecientos sellos? ¡Ni el Papa enviando felicitaciones de navidad! Pero aquí estaba yo, detrás de Epistolario Man: “un tipo como usted o como yo, pero que aún no sabe de la existencia del e-mail”.
Mientras perdía valiosos minutos esperando ser atendido, reflexioné acerca de cómo, si hubiese llegado un par de segundos antes, me hubiese ahorrado este inconveniente. Proyecté, al mismo tiempo, cómo esta demora se traduciría en llegar tarde a otro acontecimiento, como por ejemplo llegar justo cuando el semáforo se pone en rojo, y mientras esperas el verde aparece de la nada una señora muy simpática que se pasa quince minutos preguntándote sobre tu familia. Me percaté, así, de que desde mi más tierna infancia he ido llegando en el momento inapropiado adonde sea, y he tenido que poner forzosamente en práctica la paciencia, que es una de las tantas virtudes cardinales que no poseo. Es más, recordé cómo mi madre me contó que el día de mi nacimiento había sido proyectado para un día, pero que al final el parto se dilató hasta la madrugada, con lo cual nací al día siguiente. Supongo que algo me retuvo en el camino, y ese algo, como en las piezas de dominó puestas en fila, ha venido repercutiendo en cada uno de los acontecimientos posteriores que el destino ha puesto en mi camino, acontecimientos que – teóricamente – han estado siempre antecedidos por otros, por tener que hacer una fila. Una fila como esta, de tan sólo dos personas – Epistolario Man y yo – en la oficina de correos, un martes cualquiera a las nueve y media de la mañana.
Mañana madrugo, seguro.


Matihuelo

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