lunes, 3 de marzo de 2014

Sin entrar en detalles

Locuras del amor, ese querer conocer hasta el último detalle de la persona a  quién amamos, el de su intimidad más profunda, el que más celosamente guarda entre las cuatro paredes de la psiquis-habitación, como la cara oculta de la luna.
Quise saberla toda, sus sueños, sus fantasías, hasta sus perversiones, si es que en ella cabían. Llamé a la puerta de su cuarto, me contestó el silencio, frío y hostil.
Enloquecí, imaginé que estaba allí, que se negaba. No pude soportarlo, una mezcla de celos y desesperación me desquiciaron. Decidido a todo, con estas, mis propias manos laceradas, desmonté uno a uno los ladrillos de sus muros.
Logré, finalmente,  superarlos, penetré en su intimidad, todo era obscuro en sus adentros.
La busqué en las penumbras.  Tembloroso, encendí una cerilla. Entre un juego de luces mortecinas y de sombras, me encontré con un cuerpo,  vi su piel ajada, su mirada perdida y un extraño rictus de amargura entre  los labios, en su cuello pendían un crucifijo y la llave dorada de su puerta. El cordel, salvajemente ajustado, hasta su asfixia.
Un olor a cadáver putrefacto invadió mis papilas olfativas, no obstante, traté de rescatarla, de volver a un plenilunio imaginado, de aceptar que sus secretos eran sólo eso, un cadáver en descomposición, tal vez cómo el mío, aunque nunca  había reparado en este tema.
Se agotó la cerilla, de pronto, algo rompió el  embrujo. Desde la obscuridad más absoluta, emergió la otra-ella, elegante, primorosa, atractiva, seductora.  
“Hola mi amor”, me dijo, con tu vos alegre y cantarina, se colgó de  mi cuello en un abrazo y en el  beso caliente que la distingue y que me embriaga.
“Vayamos a cenar”, propuso, con esa forma tan lisonjera y tan tuya de manifestar un ruego imposible de no complacer.
“Por supuesto”,  le dije, aún atónito. En el cielo, la luna reinaba con toda su intensidad.
Fuimos al restaurant de nuestros mejores momentos.
Volvimos de madrugada hasta su casa, el champagne burbujeaba, aún,  en nuestras cabezas.
“Gracias por esta hermosa noche”, me halagó.  “Gracias a vos, mi amor”, le respondí.
Entramos,  se quitó su zapato izquierdo de tacones, en puntas de pié, me abrazó, me besó,  me envolvió con su magia.
Sentí la voluptuosidad de sus pechos contra el mío. Desabrochó mi corbata.
Nos fuimos desnudando, salvajemente, , traté de dejar mis dudas sobre la mesa de luz.
Le ofrecí lo mejor de mi plenilunio, ella intentó otro tanto.
Después, creo que en  algún pedazo de nosotros, nos amamos sin reservas.
Todo esto, naturalmente, sin entrar,  en mayores detalles.


Don Ríos

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