miércoles, 13 de agosto de 2014

La cerveza del recuerdo

En el lecho donde consumía sus últimos momentos, el moribundo hizo una extraña petición a su nieta predilecta, quien pernoctaba junto a él recostada en una butaca.  
-¿Puedes traerme una botella de cerveza, Alba?
La muchacha miró perpleja al anciano.
-¡Abuelo! ¿Cómo vas a tomar una cerveza en tu estado? No puedes tragar.
-No pienso tragarlo. Me basta con olerlo –dijo el viejo, con un hilo de voz.
-¿Para qué quieres oler una cerveza a estas horas? Es la una de la noche.
-Para disipar la niebla de mi memoria –susurró el hombre, quien, haciendo acopio de las últimas energías que le quedaban, añadió-: Coincidí con la que sería tu abuela en la boda de un amigo. Tuve la suerte de sentarme junto a ella. Un golpe de fortuna que nunca he dejado de agradecer a la vida. La veía a menudo por el barrio, pero nunca había atraído su atención. Según me enteré luego, ella, abstemia, aquel bendito día decidió hacer una excepción. Una cerveza y, a los postres, un sorbito de cava. Mi memoria, aquí y ahora, no da para más. Sólo sé que aquel día fue el día. Tengo entendido que, acuciada por el olfato, la memoria acude al galope. No pierdo nada con intentarlo. Me gustaría morirme acunado por aquel recuerdo.
-Probemos, abuelo.
La muchacha regresó, al cabo de un par de minutos, con una botella de cerveza entre las manos, la cual, de inmediato, acercó a las fosas nasales de su abuelo. Después, introdujo la punta del índice en el líquido y pasó y repasó la yema del dedo por los labios resecos del moribundo. El aroma penetró como una cuña en la bruma espesa que envolvía las neuronas del anciano hasta abrir una senda que desembocaba en el santuario de su memoria, allí donde había sido erigido el monumento en honor del recuerdo de los recuerdos. El corazón del viejo, súbitamente revitalizado, galopó por la senda. Una muchacha de pelo castaño y chispeantes ojos verdes, accede, entre sonrisas, a tomar un sorbo de cerveza, y otro y otro. Tres sorbos que obran el milagro. En cuanto deja el vaso en la mesa, gira la cabeza hacia el joven que se sienta a su lado y, tras un leve parpadeo, le estampa un beso en los labios. Un beso fugaz que, sin embargo, pervivirá en la memoria del hombre hasta el final de los tiempos, a sólo una cerveza del recuerdo. Fue el primer beso. El mejor de todos, porque de él nacieron los demás, infinitos.
El abuelo, con el rostro iluminado por el halo de luz que provenía de sus adentros, emitió un estertor. Alba, en un impulso, se arrojó en sus brazos y, mientras besaba el beso que refulgía en los ojos del moribundo, el último suspiro de éste se coló en sus adentros convertido en el recuerdo de los recuerdos.


Provi Miras Flores

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