martes, 18 de noviembre de 2014

Fantasma...

Me tiré dentro el poco whisky que se escondía aún entre los restos mortales de aquel par de hielos. Era otra noche, otro bar, otra camarera, otra música, la misma soledad. Levanté las cejas y ella lo entendió. Le dejé los ojos en el escote un momento, sin resultado aparente.

  • Si vas a estar pidiendo todo el rato, te dejo aquí la botella.

Le dije que sí. Tampoco es que me desagradara mirarla el maletero cuando se alejaba hacia el otro lado de la barra, pero no era cosa de andar jodiéndole la noche. Me lo agradeció con una sonrisa tan cicatera que casi me arrepentí.

No reparé en el tipo hasta que se le cayó la cerveza. Tenía un aspecto enfermizo y una delgadez que impresionaba. Como si hubiesen echado un puñado de pellejo sobre un esqueleto y lo hubiesen recubierto con polvos de talco. Parecía a punto de embestir con los pómulos, y los ojos eran el fondo oscuro de un par de pozos. No mediría menos de un metro ochenta. Si para enterrador solicitasen adjuntar foto al currículum, este tío se llevaba el puesto de calle. Llevaba unos pantalones de tergal, como de traje de boda de los ochenta, y una gabardina gris. Le temblaban las manos.

Me distrajo el bamboleo de la rubia que bailaba en la pista con un grupo de amigas y amigos. Una barbaridad de mujer. Difícil imaginar como habían podido dibujarse tantas curvas y con tanta armonía. Me serví uno doble a su salud.

De repente, mucho más rápido de lo que pudiera uno pensar viendo su aspecto, el muerto viviente se levantó del taburete. Será que tengo más noches que el camión de la basura, pero me puse en guardia. Bajó los huesudos brazos a lo largo del cuerpo, y sacó un cuchillo del bolsillo de su raída gabardina con la mano derecha.

No me dio tiempo a llegar. Para cuando le estrellé la botella de JB en la cabeza, ya había apuñalado a la rubia. Tardé en atenderla lo imprescindible para gritar que alguien llamase a la policía. Tenía un pinchazo muy feo en el costado izquierdo, demasiado profundo para no haber afectado algún órgano. Salía mucha sangre. Taponar la herida me costó un servilletero entero, y no estaba seguro de haber conseguido cortar la hemorragia. Se le iba la vida a chorros. Abría y cerraba la boca, como si quisiera decir algo. Acerqué mi oído a su boca.

  • ¿Porqué?...
No le dió tiempo a más. Se quedó con los ojos muy abiertos y un rictus de miedo en la cara.

El fantasma que acababa de asesinarla parecía empezar a recuperar la conciencia. Reconozco que lo primero que se me vino a la cabeza fue remacharle la cabeza otra vez con lo primero que tuviese a mano. Pero me contuve y le quite el cinturón para atarle las manos a la espalda y me senté encima para inmovilizarle. Cuando llegó la policía ya empezaba a debatirse con cierta energía. Le esposaron y le incorporaron. Me miro con esos ojos vacíos.

No pude evitar preguntarle.

  • ¿Porqué?

Sacudió la cabeza y sonrió. Sólo supo decir:

  • Era tan guapa.


Me tomaron los datos y me comprometí a pasara a
declarar por la Comisaría en un rato. Me senté en el taburete. Tenía las manos llenas de sangre y el bajón de adrenalina hacía que temblasen como hojas secas al viento. Traté de agarrar el vaso y llevármelo a la boca. La camarera se acercó y me ayudó.

  • ¿Qué te ha dicho?

  • No lo sé. ¿Qué no soportaba la felicidad ajena?. ¿Qué no podía resistir que su mismo mundo habitara la belleza?. ¿Qué estaba loco de pasión, de odio, de miedo?. No lo sé.

Me sirvió otro. Me limpió las manos con unas toallas húmedas. Me trató con cariño. Me dejó quedarme en el bar hasta cerrar. Llegué a Comisaría cuando amanecía. Pero esa es otra historia.



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