lunes, 13 de abril de 2015

Cuaderno de bitácora. Día centésimo tercero del año estelar de 2015.

Me apeo del autobús. Son más de las once, una vez más. Estoy cansado. En noches como hoy, me gusta bajarme una parada antes y caminar despacio esos cien metros que separan una estación de otra, envuelto en esa farsa de silencio que produce Madrid, que en realidad nunca calla, mientras me fumo un cigarro.
Me parece escuchar una flauta. Al otro lado del río. Busco con mis ojos pequeños y fatigados, como si los ojos pudieran atrapar la melodía. Hay un tipo que marcha por la otra orilla. Y toca una música lenta y sincopada. Me gusta.
Anda a trancos largos. Debe ser más joven y más ligero que yo. Calculo que, si al llegar al puente gira, nos encontraremos al final de la pasarela. Lo deseo. Y sucede.
Se deja ver cruzando. Tendrá veintipocos, alto, moreno, con una mochila y una flauta plateada que sopla con los labios y acaricia con los dedos. Tiene mucha más prisa para caminar que para hacer sonar el instrumento.
Se me aceleran los pasos vacilantes de hombre desanimado, para no perder distancia con él. No, no con él. Con el sonido que crea. Mis piernas cortas multiplican el ritmo. Él sigue andando con zancadas decididas.
Me acuerdo de repente del flautista de Hamelín. Rebasa el cruce y sigue recto. Mi costumbre me hace torcer a la derecha. Se pierde la música con él, entre las sombras que le dibujan las farolas.

Llego al portal sin saber si soy un niño o una rata. 

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